La economía es uno de aquellos campos en los que
tenemos que acudir al derecho natural para rescatarlo de la ideología. A tal punto las corrientes modernas han
afectado sus fundamentos que esta actividad vital para su conservación y
desarrollo ha perdido la preeminencia del hombre.
Uno de los temas claves del orden económico justo
es el precio, puesto que es el resultado del hecho inicial del proceso
económico: el intercambio, por lo que las consecuencias de su desajuste afectan
a todo el conjunto[1].
La sana filosofía sostiene que el hombre es
principio y fin de la economía, y que mediante su naturaleza social resuelve el
gran problema que plantea la escasez.
Su indigencia lo lleva a asociarse y a su vez la sociedad necesita de
todo aquello que la persona pueda brindarle; de ahí que se mueva a cambiar
sobrantes por faltantes. Al constituir
el precio un común denominador de las
relaciones que se establecen, se convierte en un factor decisivo del que
depende la justa distribución de la riqueza, tanto a escala nacional como
internacional[2], erigiéndose
en uno de los aspectos claves que diferencian al derecho natural del
capitalismo liberal.
II. Licitud del comercio en la Economía de Mercado
En economía se entiende por mercado toda relación
mas o menos permanente entre personas interesadas en efectuar cambios. Primitivamente se realizó en forma directa:
bien por bien. Hoy, superando los inconvenientes que el trueque acarrea, se
realiza indirectamente a través de un intermediario común de valores divisible
que denominamos dinero. Esta forma de
intercambio, conocido como “compraventa” y que es constitutivo del comercio o
actividad mercantil, trae consigo, entre oferentes y demandantes, el problema
de establecer respecto de los bienes económicos una estimación conveniente y
“razonable”[3] de su valor
de cambio expresado en dinero, es decir, el precio.
Puesto que todos pretenden ganar, objetivo que corona
los esfuerzos en economía, se establece una pugna que involucra tanto a
compradores y vendedores como a cada uno de ellos entre sí con el objeto de
obtener ventajas acerca del precio y las cantidades de artículos que se venden
y se compran, resultando del equilibrio de estas tendencias opuestas un precio
en donde están dispuestos a tranzar las partes interesadas. Por lo tanto, en razón de este mecanismo,
parecería que todo intento por hallar justicia en la determinación del precio
se encontraría con un obstáculo insalvable: la competencia.
Este
mecanismo que caracteriza a la economía de mercado toma distintas modalidades,
que van desde su absolutización hasta su neutralización, según sean las
cantidades y características de los bienes y los interesados, y el contexto en
donde se enmarque la economía. De acuerdo con el tipo de competencia quedará
definida una estructura de mercado particular, que no será sino uno de los
distintos casos de formación de precios que estudia la ciencia económica
(competencia perfecta, oligopolio, competencia monopolística, monopolio y
monopsonio).
No obstante, el problema del justo precio no se
resuelve coercitivamente mediante la eliminación de la competencia o el mercado
con el objeto de reprimir la maximización de ganancias que devora el bolsillo
de los que menos tienen. Conocidos son
los perjuicios que en el mediano y largo plazo producen las crónicas fijaciones
de precios máximos y mínimos o, llevado al extremo, el atentado a la dignidad
humana que significa la eliminación del mismo mercado a cambio de instaurar un
monopolio de estado que suprima el comercio desarrollado por los particulares.
Con respecto a esta última solución, exagerada por
cierto, pero no por ello dejada de lado en la práctica, debemos notar que los teólogos
medievales vislumbraron la conveniencia social del comercio lucrativo. Santo
Tomás de Aquino explica que este tipo de comercio practicado moderadamente
constituye una actividad honesta y provechosa para la sociedad, esto expresa el
teólogo:
“Por consiguiente, nada impide que ese lucro sea ordenado a un
fin necesario o incluso honesto, y entonces la negociación se volverá
lícita. Así ocurre cuando un hombre
destina el moderado lucro que adquiere mediante el comercio al sustento de la
familia o también a socorrer a los necesitados, o cuando alguien se dedica al
comercio para servir al interés público, para que no falten a la vida de la
patria las cosas necesarias, pues entonces no busca el lucro como un fin, sino
remuneración de su trabajo”[4]
Es cierto, observa el
Doctor Angélico, el comerciante es ávido de ganancia, “miente y perjura
sobre el precio de sus mercancías.
Ahora bien: - continúa el
Aquinate - éstos son vicios del
hombre y no de su arte, que puede practicarse sin ellos. Luego el comerciar en sí no es ilícito”[5].
Por tanto,
visto la licitud de la actividad mercantil, nuestro problema consiste, desde la
óptica del orden natural, no en la supresión del comercio o el mercado, sino en
establecer las condiciones que debe reunir la competencia de modo tal que
asegure para todo tipo de transacción la formación de un justo precio. Es decir, aquel que retribuye justamente al
productor o vendedor y que convenga de igual modo al comprador.
III. La Competencia en el Capitalismo Liberal
La
economía de mercado adquiere distintos matices según el marco ideológico y
político en el que se encuadre. Según
el modo de enfocar la competencia se desarrollará un mercado que favorezca la
formación de un precio adecuado y el consiguiente beneficio de todo el conjunto
social o que, por el contrario, privilegie el enriquecimiento de unos pocos. No
obstante, a pesar de que la clave del éxito para los economistas clásicos y
neoclásicos está basada en un modelo que asegure la libre competencia o libre
mercado, para la sabiduría tradicional es una condición muy conveniente, y en
ciertos casos necesaria, pero no suficiente para la consecución de un orden
económico justo. En la encíclica
Centésimus Annus el papa Juan Pablo II es sumamente claro, afirma el pontífice:
“Da la impresión que, tanto a nivel de Naciones, como de
relaciones internacionales, el libre mercado sea el instrumento más eficaz para
colocar los recursos y responder eficazmente a las necesidades. Sin embargo, esto vale sólo para aquellas
necesidades que son < solventables >, con poder adquisitivo, y para
aquellos recursos que son < vendibles >, esto es, capaces de alcanzar un
precio conveniente.”[6]
En sí misma considerada, la competencia no es
intrínsecamente mala, responde a comportamientos o tendencias propias del
hombre. Sin embargo, no debemos olvidar
que en su libre albedrío el sujeto económico es propenso a apartarse del bien,
motivo por el cual necesita ajustarse a ciertos principios para el logro de
dicho ordenamiento. En consecuencia, no
es conveniente apoyar en la competencia todo el Bienestar Social, entendiendo
por tal la realización del Bien Común en el ámbito económico, ya que la justa
distribución de la riqueza no puede basarse en un equilibrio de fuerzas sino,
mas bien, en un equilibrio de derechos[7]. El Magisterio de la Iglesia consciente de
esta realidad, proclama esta verdad a través de Pío XI, quien en 1931 afirma lo
siguiente:
“Mas la libre
concurrencia, aun cuando dentro de ciertos límites es justa e indudablemente
beneficiosa, no puede en modo alguno regir la economía, como quedó demostrado
hasta la saciedad por la experiencia, una vez que entraron en juego los
principios del funesto individualismo. Es de todo punto necesario, por
consiguiente, que la economía se atenga y someta de nuevo a un verdadero y
eficaz principio rector.”[8]
Desde sus orígenes, ignorando o haciendo caso omiso
a esta verdad, el liberalismo ha propuesto una economía de mercado en la que se
exaltan los impulsos del comportamiento humano en desmedro de la realidad social
del hombre, reemplazando su dignidad por la fenomenología de un mecanismo que
excluye la cooperación mutua, quedando, como consecuencia, abiertas las puertas a un individualismo
radical.
Esta reducción de la economía a un sistema de
fuerzas que pugnan sin ningún tipo de restricciones (morales, corporativas o
gubernamentales), en donde “el mecanismo del precio se encargará por sí solo
de armonizar los deseos de todos los que demandan, y de todos los que ofrecen”[9],
nos da como resultado una economía sin hombre o, mas bien, inhumana. El sólo equilibrio de fuerzas del mercado
puede “armonizar los deseos” o “vaciar
el mercado” pero de ningún modo garantiza la equidad, la recta conciencia
de las partes, ni los instrumentos adecuados que aseguren la satisfacción de
sus necesidades, tal como la experiencia histórica y social se ha encargado de
demostrarnos.
Pero a pesar de las malas experiencias, el
neoliberalismo emergente de las crisis económicas continúa apostando a la
existencia de una “ordenación natural de la economía”, donde la
competencia o concurrencia es el “timón ordenador”. Su idea esencial de libertad individualista
es coherente con la dogmatización que hace de la libre concurrencia y con la
prédica del “sano egoísmo individual” como “motor” de la
economía, mediante el cual - como decía Adam Smith - preocupándose cada
individuo por su bienestar personal armonizará con los intereses de la
generalidad[10].
Expresión de esta plena libertad económica fue el
lema “laissez faire, laissez paser”,
“dejad hacer, dejad pasar”, que sintetiza el fundamento de una
economía absolutamente independiente y el rechazo a toda aquella intervención
que pretenda imponerse. Su raíz,
sostiene Palumbo[11], se haya
contagiada de mecanicismo cartesiano y criticismo kantiano, se trata de una
economía centrada en el mecanismo más que en el hombre, donde la moral, el bien
y la justicia (dado que lo “en sí” no
se puede conocer) la entorpecen con concepciones extracientíficas. Sobre el justo precio, Von Mises, uno de los
fundadores del neoliberalismo, afirmará:
“Los precios ‘justos’ o ‘equitativos’ carecen por completo de
trascendencia científica; tales conceptos no son más que máscaras tras la que
se ocultan personales deseos y pretensiones de que las cosas fueran diferentes
a como en realidad son”[12].
La cuestión social, ayer cuestión obrera, hoy
internacionalizada como cuestión del subdesarrollo[13]
o de los países emergentes, constituye una prueba acabada de que la economía no
es una realidad desencarnada, es decir, sujeta a mecanismos donde las leyes se
cumplen absolutamente con la rigurosidad matemática de un modelo de análisis.
El precio de mercado no garantiza siempre la
satisfacción de una necesidad, pues en condiciones de desigualdad muy marcada
entre las partes (v.gr. países subdesarrollados frente a los centrales,
trabajadores frente a patrones mediante una restricción de la oferta laboral,
etc.) refleja hasta que punto se puede adquirir o enajenar un bien y, en el
peor de los casos, lo que se alcanza a comprar o a vender, debido a que la
posibilidad de sustitución de los bienes o el desplazamiento en busca de
mejores demandas no es ilimitado[14].
A pesar de la legalidad de dicho mecanismo, por encima está el
hombre. Rigiendo el egoísmo so pretexto
ordenador, el poderoso no queda subordinado a la ley de la oferta y la demanda
como sujeto pasivo, sino, muy por el contrario, la utiliza en su propio
provecho, sin seguirse por ello el bienestar general de todos los participantes
del mercado. En estas condiciones sólo
impera la ley de la selva, porque, como muy bien lo declara Sacheri, “...la
utopía de que los egoísmos individuales se armonizan espontáneamente...
equivale a sostener que cien mil injusticias individuales engendran
automáticamente un orden social justo”[15].
IV. Verdadera naturaleza de la Ley de la Oferta y
la Demanda
La economía es una ciencia social, por lo que debe
ordenarse en beneficio del hombre en sociedad.
Esta afirmación deriva en dos consecuencias de vital importancia. En primer lugar, la ciencia que se ocupa de
la economía trata de tendencias y no de exactitudes matemáticas[16]
o “relaciones naturales necesarias de la economía”[17]. En segundo lugar, el orden económico justo
no puede provenir de un mecanismo ciego en los que se canalizan instintos,
pasiones y egoísmos.
Las nefastas consecuencias de las tesis
clásico-liberales proceden de la errónea afirmación de que la Ley de la Oferta
y la Demanda rige automáticamente la economía.
Porque esta ley más que regir la economía, registra su
comportamiento. En consecuencia,
tenemos que decir - siguiendo a Julio Meinvielle[18]
- que, en realidad, la misma es una
registradora automática del comportamiento de las fuerzas del mercado, donde el
precio es solo un registro o resultado de lo que ocurre.
Quienes proponen la anulación de esta ley, suprimen
un elemento importantísimo a fin de captar los requerimientos de los
consumidores, precisamente cuando tiende a subir el precio como consecuencia
del aumento de la demanda. Por el
contrario, la solución hay que buscarla en la actuación de los hombres, donde
el interés personal juega un papel fundamental a los efectos de lograr, según
el caso, un crecimiento provechoso o perjudicial para la economía en su
conjunto.
Se beneficia la totalidad de la economía, cuando el
interés por ganar se traduce en mayor creatividad, inclusión de tecnología e
incremento del trabajo. Al crecer la
producción, se incrementa la oferta y baja el precio, lo cual se ve por demás
compensado con una mayor venta de productos.
En cambio, se perjudica cuando el enriquecimiento se logra a costa del
otro, ya sea porque se alteran arbitrariamente los precios (v.gr.:
vender por debajo de los costos para eliminar la competencia o al aprovechase
de la urgencia de la otra parte) o
porque se fuerza la ley de la oferta y la demanda en beneficio propio (v.gr.:
hacer escasear de mala fe un producto a fin de estimular la subida de su
precio, etc.).
En conclusión, podemos decir que la Ley de la
Oferta y la Demanda es una ley "prácticamente" inexorable,
registradora automática de lo que ocurre en el mercado, por lo que en sí misma
es de carácter neutro, es decir, ni buena ni mala; y por lo tanto, es la actuación de los hombres lo que en realidad
afecta la salud social, cuando se pone esta ley exclusivamente al servicio del
interés personal.
V. La Ley de Reciprocidad en los Intercambios
La
actuación de los hombres o se caracteriza por la virtud o se mueve por el
vicio. Los actos económicos son actos
humanos y por lo tanto están sujetos a la moral. No es posible un orden económico fundado sólo en el interés
personal, en toda negociación debemos tener en cuenta el beneficio de la otra
parte.
Aristóteles en la “Ética a Nicómaco” hace
referencia a un modo particular de justicia que se manifiesta por la
reciprocidad en las transacciones, atribuyéndole un papel fundamental en cuanto
al sostenimiento de la ciudad-estado, al respecto afirma el filósofo:
“El arquitecto debe recibir del zapatero lo que éste hace y
compartir con él su propia obra; si, pues, existe en primer lugar la igualdad
proporcional, y después se produce la reciprocidad, se tendrá el resultado
dicho. Si no, no habrá igualdad y el acuerdo no será posible; pues nada puede
impedir que el trabajo de uno sea mejor que el del otro, y es necesario, por
tanto igualarlos. Esto ocurre con las
demás artes. Se destruirán en efecto,
si lo que hace el agente, cuanto hace y como lo hace, no lo experimente el
paciente en esa misma medida e índole”[19]
El Estagirita aclara que la reciprocidad debe darse
de acuerdo a una cierta proporción, lo que se persigue no es una igualdad
precisamente, sino una equivalencia de valores, puesto que de lo contrario
sería sumamente complicado el intercambio y hasta antieconómico. Es decir, esta ley pretende asegurar, sin
modificaciones exageradas, el posicionamiento de las unidades de consumo
(familias) y producción (empresas) dentro del proceso, evitando el
desplazamiento o exclusión del circuito económico.
En Conceptos Fundamentales de la Economía,
Julio Meinvielle sostiene con mucha razón que la reciprocidad en los
intercambios es una ley de carácter ético-económica[20]. Ética, porque busca que el intercambio sea
justo, es decir, que no sea causa de ganancias de unos a costa de otros, por lo
que obliga en conciencia, derivando de su violación el riesgo de la disolución
social. Y de carácter económico,
porque si la misma es violada se frena y paraliza el proceso económico. Por lo tanto, concluye, “el orden económico procede del
funcionamiento de las fuerzas del mercado movidas por su interés particular
dentro de cambios recíprocos”[21]. La solución humana - explica- acepta las dos
leyes. La ley de la oferta y la
demanda, en virtud de la cual queda de manifiesto el interés particular que
mueve a cada hombre y por el cual se ve estimulado a producir riquezas. Y la de reciprocidad en los intercambios,
que subordinando a la anterior, asegura el bien de todos y cada uno.
VI. El Problema del Valor
El presupuesto para la aplicación de la Ley de
Reciprocidad en los Intercambios supone que las partes valoren de manera
análoga los bienes económicos que están dispuestos a canjear.
Parecería una sutileza tratar el tema del
valor. Sin embargo, con el advenimiento
de la modernidad, el valor económico que los hombres han otorgado a los bienes
soportó los vaivenes que produjo el naturalismo, el subjetivismo, el
relativismo y el egoísmo que impregnó los usos y costumbres mercantiles. Desde
el punto de vista epistemológico, padeció el divorcio de la metafísica y la
antropología, dejando como saldo un concepto de valor proveniente de una
entelequia descabezada e individualista, cuyos impulsos y apetitos son
racionalizados en el marco de un mecanismo cuasi matemático ajeno a
nociones superiores y trascendentes, tal como resulta el hombre para la ciencia
económica moderna.
Desde los principios más lejanos de esta ciencia,
muchas teorías han ensayado los economistas en vista a explicar la naturaleza y
las circunstancias determinantes, así como la intensidad del valor. Algunos
atribuyeron el valor económico a la escasez, pero no pudieron explicar por qué
el trébol de cuatro hojas tenía un valor económico nulo. Otros buscaron la explicación en la
utilidad, pero se encontraron con que el aire que respiraban no tenía ningún
valor económico. David Ricardo, uno de
los referentes de la escuela clásica, considera al costo de producción como
fundamento del valor, sin embargo, el valor del diamante no se corresponde con
el costo de su extracción y pulido.
Marx afirma que es el trabajo invertido lo que otorga valor a los
bienes, no obstante no existe comparación entre los valores de la piedra y el
oro extraídos conjuntamente de una mina, a pesar de que ambos elementos
requirieron del mismo trabajo[22].
La explicación acerca del valor que ha alcanzado
mayor difusión es la conocida como teoría de la utilidad marginal, esta postula
que el valor de una fracción de la cantidad disponible de un bien será para
un sujeto igual al valor de la fracción menos importante. Siguiendo el
ejemplo del economista alemán Karl Menger: si una persona dispone de un
manantial cuyo caudal le permite
repartirlo entre el sustento propio, el de sus animales, el aseo
personal, el de sus utensilios e incluso para regar un jardín, mientras
disponga de tanta agua que varios baldes lleguen al mar, el valor que le asigne
al agua resultará ínfimo; en cambio, si le alcanzara apenas para regar el
jardín valoraría el agua tanto como desearía mantenerlo, por último si sólo
obtuviera el líquido necesario para su sustento valoraría la porción disponible
tanto como a su propia vida[23]. Dicha teoría subyace en el fondo de lo que
en microeconomía se conoce como Teoría de la Conducta del Consumidor y de cuyo
análisis se deriva, pasando por una serie de instancias sucesivas, la función
de demanda, a través de la cual se explica uno de los dos pilares de la
formación del precio en el modelo de mercado.
Por la teoría de la utilidad marginal conocemos
cómo varía la intensidad de las valoraciones en cada sujeto individual, según
esta a medida que se satisface una necesidad, el placer disminuye hasta
alcanzar la saciedad y a partir de un cierto nivel las últimas dosis del bien
consumido llegan a provocar dolor. Si bien parte de un hecho psicológico y
biológico verificable en la naturaleza humana, como justificación del valor
económico constituye una demostración subjetiva e individualista, y por lo
tanto no mensurable[24]. A pesar de ello la teoría original atribuida
a Gossen, Jevons y Walras trataba a la utilidad como cardinalmente medible,
posteriormente Pareto y otros le otorgan un enfoque ordinal, pero en ambos
casos se utiliza el método matemático, haciéndola eminentemente abstracta[25].
Consecuente con el espíritu liberal, como solución absoluta al problema del
valor económico conduce a conclusiones falsas, debido a que no contempla el
aspecto social que comporta la economía; por ende, en el marco de esta teoría,
sería lógico pensar que una vez satisfecha una necesidad las cosas dejasen de
tener valor o por el contrario podría considerarse correcto un valor exagerado
en el caso de una posible manipulación de stock en la economía.
VII. Solución al Valor Económico de los Bienes
Cuando abordan el tema en cuestión, los economistas
no dejan de mencionar la clásica distinción entre valor de uso y valor de
cambio; sin embargo, dicha diferenciación no es propia de los modernos,
Aristóteles afirma en “Política” lo siguiente:
“...cada objeto de propiedad tiene un doble uso. Ambos usos son del mismo objeto, pero no de
la misma manera, uno es el propio del objeto, y el otro no. Por ejemplo, el uso de un zapato: como
calzado y como objeto de cambio. Y
ambos son utilizaciones del zapato. De
hecho, el que cambia un zapato al que lo necesita por dinero o por alimento
utiliza el zapato en cuanto zapato, pero no según su propio uso, pues no se ha
hecho para el cambio. Del mismo modo
ocurre también con las demás posesiones, pues el cambio puede aplicarse a
todas, teniendo su origen, en un principio, en un hecho natural: en que los hombres tienen unos más y otros
menos de lo necesario.”[26]
En
primer lugar, se presenta el valor de uso, en el cual se funda la teoría de la
utilidad marginal. Parte de la utilidad
propia y directa, que es la aptitud por la que las cosas se consideran bienes,
ya sean de índole económica o no. En
virtud de la utilidad, valoramos un par de zapatos porque sirve primariamente
para calzarse, sin embargo, las personas la aprecian de distinta manera: algunos prefieren mocasines, otros zapatos
acordonados, los operarios reclaman botas apropiadas y la juventud
principalmente escoge el calzado de moda.
Por lo tanto, aunque no existe valor económico si algo inicialmente no
tiene valor de uso, su carácter íntimo, personal e intransferible, hace que su
relevancia económica sea relativa.
En
segundo lugar, las cosas que por su utilidad alcanzan la calidad de bienes,
cuando son escasas se consideran económicas, adquiriendo una función de
carácter secundario o indirecto dada por el intercambio. Dicho empleo, a su
vez, sustenta una segunda especie de valor que relaciona la utilidad percibida
por cada sujeto con la escasez[27],
que lo mueve a establecer vínculos sociales mediante los cuales cambia
sobrantes por faltantes. Este valor de cambio constituye una explicación
genérica del valor económico que abarca todas las situaciones que algunas de
las teorías nombradas anteriormente no pudieron esclarecer. Sobre la base de esta solución podemos decir
que el trébol de cuatro hojas no tiene valor económico porque no reporta
utilidad alguna; el aire tampoco porque es superabundante; en cambio, el
diamante y el oro poseen gran valor económico debido a su escasez combinada con
su utilidad, independientemente de su costo de producción o el trabajo humano
invertido en su elaboración. Asimismo,
esta explicación supera incluso a la teoría de la utilidad marginal, puesto que
si bien esta última demuestra como varía la intensidad del valor en un sujeto,
nada dice sobre las causas de las valoraciones que trascienden al individuo[28].
La teoría microeconomía no pierde de vista el valor
de cambio, por eso una vez construidas las funciones de demanda y oferta,
obtiene el precio de mercado o de equilibrio, el cual conjuga la utilidad
que experimentan los consumidores y la escasez que pretenden vencer los
productores. Sin embargo, a pesar de que el valor de cambio pone de manifiesto
una relación social, ignorando este aspecto, los economistas modernos sólo
fijan su atención en la parte material, poniendo el énfasis en la eficiencia
económica, lo cual no deja de ser lógico en razón de que el problema central de
la economía es la escasez. Pero la
preocupación constante en cómo el consumidor maximiza la utilidad con la
restricción del ingreso y el productor maximiza su beneficio con la restricción
que le imponen los costos, relega al hombre, sujeto mismo de la economía, a
ocupar un papel secundario frente al precio de equilibrio, que sólo tiene en
cuenta la confrontación de intereses de dos fuerzas opuestas, dejando de lado
toda estimación racional y virtuosa o, dicho de otro modo, la sensatez del
protagonista principal del fenómeno económico.
Para nosotros, el valor de cambio constituye la
explicación última del valor económico, pero para que dicha solución sea plena,
la relación entre utilidad y escasez debe tener en cuenta la razonabilidad, en
virtud de la cual sopesamos también otros factores que perfeccionan esta
ponderación, tales como el costo de producción, el trabajo humano empleado, la
significación de los bienes o el gusto de los consumidores[29].
Esta visión integral nos permite entender el valor de cambio como una
valoración social. Dicho carácter no
nace precisamente del tire y afloje de fuerzas que pugnan por entregar lo menos
posible, surge de la escasez, que impulsa a trascender la valoración en función
al provecho personal que los bienes reportan, para considerarlos objetos de
cambio cuya colocación se realizará en un ámbito social que llamamos mercado.
Las personas, gracias a su inteligencia y actividad económica en el mismo,
podrán apreciar e incluso ordenar las cosas en forma semejante de acuerdo a su
importancia económica, independientemente de la intensidad de sus
requerimientos, su condición social o económica, la habilidad para producirlos
o los gustos particulares de cada uno.
En oposición al valor de uso, eminentemente
subjetivo e individual, el valor de cambio tiene un carácter objetivo, no en el
sentido de un aspecto intrínseco, enquistado en las cosas, sino relativamente,
puesto que no deja de ser un juicio que emana de las personas en relación a
otros bienes. Dicha objetividad se
manifiesta en un doble sentido y se relaciona con el predominio del principio
de razonabilidad que no es otra cosa que la vigencia concreta del sentido
común. En primer lugar, porque el
hombre es capaz de estimarlo independientemente de su subjetividad, atendiendo
a la función impropia de los bienes o de intercambio. En segundo lugar, porque
este mismo sujeto puede elaborar a través de comparaciones un ordenamiento
entre los diferentes productos que componen la economía, y que es mas o menos
coincidente en la mayor parte de la gente que pertenece a una plaza determinada[30].
En conclusión, podemos decir que, sin existir una
igualdad matemática, las personas que conforman una sociedad concreta, pueden
hacer una estimación común del valor económico de los bienes, por lo que
es posible pretender que los canjes respeten un criterio de justicia.
VIII. Posibilidad del Justo Precio o Precio Natural
de los Bienes
Podríamos definir al justo precio como la expresión
monetaria del valor de cambio sin defecto ni exceso; pero con la finalidad de
brindar un concepto que reúna los aspectos más salientes tratados hasta ahora,
preferimos aquel que lo designa – según Widow – como precio natural de los
bienes. Natural, al no estar
afectado o distorsionado por el desorden pasional de los hombres; también, por ser objeto de una estimación
común que surge de un juicio generalizado que se funda en la comparación entre
muchos valores de cambio; y, además, por la posibilidad de ser conocido por el
hombre sensato, sin necesidad de una especial ciencia[31].
En una economía de cambio, donde se manifiesta
eminentemente la naturaleza social y racional del hombre, tanto la teoría
económica como la práctica mercantil no pueden olvidar que quien produce no
sólo lo hace para sí, sino también para los demás[32]. En consecuencia, sin desmedro de las
ventajas del mercado, el beneficio de la economía en su conjunto deberá basarse
no sólo en el interés, sino en la sensatez de un hombre que en su doble
condición de consumidor y productor se proponga ordenar las valoraciones
económicas con criterio de justicia, contemplando todos los elementos que
contribuyan a agregar valor a los bienes económicos.
El realismo que caracterizó a los teólogos
medievales les permitió trascender el aspecto puramente moral y elaborar una
doctrina del justo precio que para nada contradice la ciencia económica
moderna, sino que los ubica como verdaderos pioneros. Al estudiar el pensamiento económico de Santo Tomás de Aquino, el
Prof. Francisco Letizia analiza una serie de factores de la que resulta una
visión integral del justo precio que vale la pena abordar[33].
Además de la utilidad (virtuositas) y la escasez
(raritas), cuya consideración hemos realizado al tratar el valor de cambio,
los medievales distinguen como constitutivo del justo precio la deseabilidad
(complacibilitas). En otra época la mención de este factor hubiera pasado
desapercibido, hoy se ha convertido en un aspecto central sobre el cual
trabajan los especialistas en comercialización. Estos critican la teoría microeconómica por simplificar arbitrariamente
la realidad a través del modelo de mercado (ceteris paribus), puesto que
ignoraría aquellos consumidores cuya variable de decisión es preponderantemente
la calidad o cualidad de los bienes, mas que el precio o la cantidad. Sin embargo, como contrapartida, los “gurúes”
del marketing siguen insistiendo en una economía centrada en el valor de uso,
exacerbando la deseabilidad de los bienes mediante técnicas psicológicas que
cimientan las bases de una economía consumista, alejada de las verdaderas necesidades
humanas e implícitamente ignorante de la función social de la propiedad, con
todas las consecuencias nacionales e internacionales relacionadas con la
distribución de la riqueza.
Continuando esta enumeración, merece especial
atención lo que los medievales designaron como estimación común (communis
aestimatio), cuyo sentido no es otro que la existencia de una valoración de
cambio objetiva y colectiva basada en la razonabilidad y la valuación del
mercado, concordante con la solución al problema del valor abordada en el punto
anterior. En virtud de esta estimación
común y frente a variaciones transitorias de la oferta o la demanda, podemos
afirmar que el justo precio se impone sobre el precio de mercado o equilibrio. Por otra parte, quedan admitidas aquellas
oscilaciones provocadas por modificaciones lógicas y justificadas de los
factores subyacentes de la demanda o la oferta; incluso, los teólogos
medievales avalan la competencia moderada al aceptar un valor máximo (sumo)
y un mínimo (ínfimo) siempre que no se destruya la reciprocidad en los
intercambios ni se atente contra la honestidad.
Otros dos factores relacionados que se conjugan en
la formación del justo precio son el lugar y el tiempo (diversitas loci et
tempori). Respecto del primero su influencia puede ser decisiva, baste
decir como ejemplo que la valoración del agua dulce en Irak tiene una
diferencia abismal respecto de la asignada en la provincia de Entre Ríos. Algo
similar podemos decir del tiempo, puesto que los métodos de producción progresan,
aparecen mejores sustitutos, algunos recursos naturales se agotan y existen
circunstancias estacionales que producen diferencias entendibles.
Por último, debemos mencionar el encarecimiento que
implica el riesgo (periculum) al ser transportado de un lugar a otro y
la remuneración del trabajo (stipendium laboris). En el primer caso, quedan contemplados los
costos de transporte y los riesgos asumidos, estos últimos los cubrimos
actualmente a través de los seguros. En
lo que respecta a la remuneración del trabajo, dicho factor es el gran ignorado
por la modernidad, ya que frente a la maximización de la ganancia propuesta por
el espíritu liberal, este constitutivo del justo precio lleva a moderar la
rentabilidad del comerciante o productor en función del aporte efectivo al
proceso económico, eliminando el sesgo de arbitrariedad que rodea la
determinación de los precios y su efecto negativo sobre la distribución de la
riqueza.
IX. El Justo Precio y la Distribución de la Riqueza
Las nefastas consecuencias del liberalismo
económico empujan a los pontífices a alzar su voz contra aquellos mitos que,
con apariencia de científicos, en teoría producirían el ordenamiento automático
del mercado, pero en la práctica enriquecieron todavía más a los poderosos. Pío XI denunciaba incluso a aquellos que en
virtud de una “ley incontrastable”
creían que la acumulación de riquezas pertenecía a los ricos y lo propio de los
trabajadores era vivir pobremente[34].
Esto planteado internacionalmente, en cuyo ámbito distinguimos países centrales
que detentan la mayor parte de la riqueza mundial, en desmedro de una gran
cantidad de países periféricos que concentran el mayor segmento de población y
extensión del planeta, lleva a Pablo VI a solicitar dentro del comercio
internacional la superación de las “relaciones de fuerza para llegar a
tratados concertados con la mirada puesta en el bien de todos”[35].
Dichos reclamos, sin sentido para el economicismo
liberal, tienen una profunda significación.
En efecto, el conjunto de bienes que se producen en la economía de un
país es el resultado del esfuerzo y colaboración de todos los factores
productivos, por lo que es un deber de justicia distribuirlos entre todas las
personas que lo hicieron posible. En
este aspecto representa un papel fundamental el precio.
Los manuales de economía distinguen dos tipos de
mercados a través de los cuales se distribuye la riqueza. En primer lugar, a través del mercado de
factores. En este las familias aportan al proceso económico los recursos
(tierra, trabajo, capital y capacidad empresarial) que las empresas necesitan para elaborar los bienes, estas, a
cambio, les retribuyen con el dinero que conforma el ingreso familiar (renta,
salario, interés y beneficio). Esta
retribución es un precio que debe ser justamente pagado en función del esfuerzo
aportado. En el caso del trabajo
humano, existe toda una doctrina que, además de la justa retribución, hace
hincapié en el desarrollo digno de la actividad laboral. En segundo lugar, la distribución continúa
en el mercado de bienes. Con los
recursos que la empresa recibe se producen aquellos bienes aptos para la
satisfacción de las necesidades, a cambio de los cuales, con el dinero de su
ingreso, las familias pagarán otro
precio, que conformará el gasto familiar. Por lo tanto, vemos como todo el
sistema de precios de la economía está influyendo en el modo de distribuir la
riqueza, ya que según como sean éstos influirán en la obtención de bienes por
parte de aquellos que han trabajado para conseguirlos[36].
X. Conclusión
En primer lugar, es necesario recalcar que nuestro
objetivo, como lo decíamos al principio, no es la imposición de precios
artificiales, porque por su misma arbitrariedad resultan nefastas las
perturbaciones que ocasionan. De acuerdo con la técnica económica, lo
recomendable es influir sobre los sujetos y no sobre el precio, que es un
resultado de su actuar[37],
por lo que es mucho más beneficioso que todos de alguna forma u otra
contribuyan a establecer condiciones que estimulen la formación de “precios convenientes”, según la naturaleza
de los bienes, las necesidades y las aptitudes de las partes contratantes, de
modo tal que favorezca una sana competencia en el marco de un equilibrio de
derechos, tal cual lo exige la justicia conmutativa.
En segundo lugar, debemos recalcar que la vigencia
de las condiciones que permiten establecer un orden económico justo depende del
orden político. En efecto, tomando una
condición fundamental para la consecución de una sana economía como lo es la
ley de reciprocidad en los intercambios, por tratarse de un principio rector
del orden económico, no puede garantizarse a sí mismo, sólo puede hacerlo un
orden superior al cual se encuentre subordinado[38]. En este sentido es de suma importancia que
el Estado colabore con la efectiva aplicación de la Ley nº 24.240 de Defensa
del Consumidor, la Ley nº 22.262 de Defensa de la Competencia y otras normas
relacionadas. Asimismo, debe promover, respetando el principio de
subsidiaridad, aquellas estructuras de mercado que aseguren la concurrencia y
que la ciencia económica recomienda como más beneficiosas, en contra de los
monopolios, trust, cartels, dumping, etc.
Por último, creemos que la organización de la
sociedad constituye la clave para la concreción del justo precio en todos los
ámbitos de la economía. Mientras el
éxito del liberalismo práctico ha sido la disolución y atomización de la
sociedad en individualidades carentes de anticuerpos, frente a la virulencia
egoísta de los más poderosos, estamos seguros, son las asociaciones intermedias,
hoy conocidas como ONG, y que agrupan a consumidores, empresarios o
trabajadores, las que permitirán una participación eficaz del ciudadano en el
orden público. Se erigen en
instrumentos idóneos a la hora de fiscalizar y asegurar la vigencia de los
principios de razonabilidad y justicia, siempre y cuando estén animadas por
hombres dispuestos a bregar contra viento y marea por el Bien Común. En
consecuencia, resulta esencial predicar y formar a nuestros pares en los
perennes principios del derecho natural, sobre todo a los más jóvenes, sin
dejar de lado nuestra efectiva participación a fin de fomentar instituciones
capaces de poner de pie a nuestra Nación.
[1] MEINVIELLE, JULIO; Conceptos Fundamentales de la Economía, Buenos Aires, Cruz y Fierro Editores, 1.982. Pág. 67.
[2] SOLOZABAL, JOSÉ MARÍA; Curso de Doctrina Social Católica (varios autores). Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1967. Pág. 269.
[3] PALUMBO, CARMELO; Cuestiones de Doctrina Social de la Iglesia. Buenos Aires, Cruz y Fierro Editores, 1982. Págs. 176 a la 182.
[4] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, II,II, q.77, a.4. Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1.990. Pág. 599.
[5] Ibidem, Pág. 599.
[6] JUAN PABLO II, Centésimus Annus, 34.
[7] GUERRERO, FERNANDO; Curso de Doctrina Social Católica (varios autores). Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1967. Pág. 773.
[8] PÍO XI, Quadragésimo anno, 88.
[9] BEVERAGGI ALLENDE, WALTER; Manual de Economía Política. Montevideo, Editorial Artigas, 1980. Pág. 23.
[10] HOFFNER, JOSEPH; Manual de Doctrina Social Cristiana. Madrid, Rialp, 1974. Págs. 195 a 200.
[11] PALUMBO, CARMELO; ob. cit., págs. 159 a la 176.
[12] MISES, LUDWIG V.; La Acción Humana - Tratado de Economía -. Madrid, Sopec S.A., 1968. Pág.421. Citado por PALUMBO, CARMELO; ob. cit., págs. 127.
[13] SACHERI, CARLOS A.; El Orden Natural. Buenos Aires, Ediciones del Cruzamante, 1980. Pág.5.
[14] Cf. NAVARRO VILCHES, FRANCISCO; Cuadernillo “Carpeta de Apuntes Borradores - Bolillas IV y VI”, Cátedra “Introducción al Análisis Económico Y (Fundamento de la Economía)”. Mendoza, Facultad de Ciencias Económicas - Universidad Nacional de Cuyo, 1986. Pág. 41.
[15] SACHERI, CARLOS A.; ob. cit., pág.86.
[16] BELAUNDE, CESAR H.; Economía Política. Buenos Aires, Troquel, 1970. Pág. 143.
[17] NAVARRO VILCHES, FRANCISCO; ob. cit.. Págs. 74 a 79.
[18] MEINVIELLE, JULIO; ob. cit., págs. 67 a 85.
[19] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, Libro V, 1133a.
[20] MEINVIELLE, JULIO; ob. cit., pág. 71.
[21] Ibidem, ob. cit., pág. 83.
[22] BEVERAGGI ALLENDE, WALTER, ob. cit., págs. 293 a 295.
[23] MENGER, KARL; Principios Fundamentales de Economía Política. Mendoza, Librería Minerva, 1963. Traducción desde la versión italiana de R. Broglio D’ Ajano y N. Bonelli por Norina Antonelli de Margini para la Facultad de Ciencias Económicas. U.N.Cuyo. Pág. 98.
[24] BELAUNDE, CESAR H., ob. cit., pág. 67.
[25] FERGUSON, C. E. y GOUDL, J. P.; Teoría Microeconómica. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1992. Pág.20.
[26] ARISTÓTELES, Política, Libro I, 1257a.
[27] BELAUNDE, CESAR H., ob. cit., pág. 62.
[28] Cf. NAVARRO VILCHES, FRANCISCO; Cuadernillo “Carpeta de Apuntes Borradores - Bolillas III”, Cátedra “Introducción al Análisis Económico Y (Fundamento de la Economía)”. Mendoza, Facultad de Ciencias Económicas - Universidad Nacional de Cuyo, 1986. Pág. 13.
[29] WIDOW, JUAN ANTONIO, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1988. Págs.149 y 150.
[30] Ibidem, pág.148.
[31] Ibidem, pág.150 y 151.
[32] DE MOLINAR, ELÍAS; Un Orden Nuevo pero ...Cómo?. Mendoza, 1969. Págs.8, 9 y 10.
[33] LETIZIA, FRANCISCO; Fundamentación Filosófica de las Doctrinas Económicas. Mendoza, Facultad de Ciencias Económicas – Universidad Nacional de Cuyo, 1983. Págs. 327 a 337.
[34] PÍO XI, Quadragésimo Anno, 54.
[35] PABLO VI, Octogésima Adveniens, 43.
[36] SOLOZABAL, JOSÉ MARÍA; ob. cit., pág. 270.
[37] BELAUNDE, CESAR H., ob. cit., pág. 139.
[38] MEINVIELLE, JULIO; ob. cit., pág. 86.