TRASCENDENCIA JURÍDICA DE LA IDENTIDAD
SEXUAL
Desde
los últimos decenios del milenio que acabó hasta nuestro días, el tema de la
sexualidad de la persona humana ha sido uno de los centrales, tanto de la
opinión pública como de los intelectuales, así como de los expertos en
marketing, de quienes gobiernan las
naciones, o de quienes se dedican al arte.
Se
mire por donde se mire, la sexualidad es siempre un condimento casi obligatorio
—podemos decir, innato— de cualquier realidad humana que consideremos. Moda,
espectáculos, educación, deportes, por nombrar sólo algunas, muestran evidentemente
una diferencia innata en la persona humana: la feminidad y la masculinidad son
aquellos dos modos de ser en que existen las personas. Y por ello, no es lo
mismo dedicarse a la alta costura femenina —y diseñar, por ejemplo, vestidos de
novia— que a la masculina; ni competir deportivamente entre mujeres — torneos
femeninos de tenis— que entre hombres; ni deleitarse con un gol de Batistuta
que con el ballet de Eleonora Casano. De estas simples realidades se puede
extraer una primera —y evidente— conclusión: no es lo mismo ser varón que
mujer, no son realidades idénticas los varones y las mujeres.
Sin
embargo, la realidad cultural del Occidente milenario provoca desazón en
quienes viven la afirmación anterior. Según las pautas culturales que hoy más
se oyen —no quiere ello decir que las mismas sean compartidas por el mayor
número de ciudadanos— quien considera que las personas «o son varones, o son
mujeres» ha adoptado un actitud injustamente discriminatoria o intolerante. ¿En
qué sentido y por qué dicen esto? Las razones son principalmente dos.
En primer lugar, se asocia la diferencia
varón-mujer a los roles sociales que se le han ido reconociendo a ambos sexos a
lo largo de la historia. En este sentido, son conocidas, por ejemplo, las
discriminaciones sufridas por la mujer en distintos ámbitos de la vida social.
Como solución, se propone abolir —en todos los ámbitos culturales— la
diferencia sexual varón-mujer, considerada la causa de esta discriminación
arbitraria. Y, en consecuencia, quien haga alusión a la sexualidad de una
persona para reconocerle ó desconocerle un derecho, estaría realizando
—siempre— un acto discriminatorio. Esta afirmación, con toda la verdad que encierra
requiere, desde nuestro punto de vista, y como veremos más adelante, ser
matizada. Independientemente de ello, cabe destacar que al menos en el ámbito
del Derecho, este clamor ha sido oído y acogido a través de diversas
iniciativas legislativas. Piénsese en la reciente ley sobre la regulación del
trabajo de la mujer que hace compatible el mismo con la maternidad; o en
aquella otra que permite al padre de una criatura pedir la baja por maternidad
—aunque aquí debería llamarse por paternidad—; o en la ley sobre la igualdad de
oportunidades —laborales, de participación política, etc.— del varón y de la
mujer.
La
segunda razón que se esgrime actualmente para tildar de intolerante a quien
entiende que las personas «o son varones o son mujeres», es la defensa de la
llamada libertad sexual. Si el argumento anterior, como se ha visto, se utiliza
para evitar tratos sociales diversos basados en el sexo de los personas
—varón/mujer—, con este segundo argumento se intenta proteger principalmente
«casi» todo tipo de manifestación u orientación sexual contra todo tipo de
discriminación. Digo «casi» porque aún existen algunas conductas sexuales que
se consideran «inmorales» por la mayoría de la sociedad y que son penalmente
sancionadas: la pederasta y el acoso sexual. La libertad sexual —el “libre
desarrollo de la personalidad”— aquí proclamada se convierte en el fundamento
del reclamo de reconocimiento de iguales derechos con independencia de la
orientación sexual de quien los exige. Aquí tampoco se hizo esperar la acogida
jurídica de esta pretensión. Así lo demuestran algunas leyes europeas como la
6/2000 de la comunidad foral de Navarra (España), del 3 de julio, para la
igualdad jurídica de las parejas de estables. La misma otorga a la «pareja
estable» —definida como “aquella unión libre y pública, en una relación de
afectividad análoga a la conyugal, con independencia de su orientación sexual”—
casi los mismos derechos que el ordenamiento jurídico le reconoce al matrimonio
incluyendo la posibilidad de adoptar un niño.
Frente
a estas razones, y a la realidad a que las mismas hacen referencia, es evidente,
que alrededor de la sexualidad humana gira gran parte del debate actual y que
se trata de un problema complejo y difícil de gestionar. Y, estando en general
de acuerdo con las reclamaciones arriba esgrimidas —en concreto se pide la no
discriminación por razón de sexo—, consideramos —como ya lo adelantáramos— que
las mismas requieren una mayor precisión. Pues si tomamos dichas pretensiones
tal como se plantean allí — y hoy en el discurso público— se incurre
indefectiblemente en graves contradicciones.
Es
que, con todas estas ideas en juego, lo que no queda nada claro es qué sea
realmente la sexualidad humana y qué repercusión social, jurídica y cultural
debe dársele. Este punto es de trascendental importancia para intentar
ofrecerle una posible solución a este problema. Aún más, me atrevería a afirmar
que el verdadero y real problema que padece nuestra sociedad se encuentra en
esta confusión o crisis de significados. Sexo, matrimonio, familia, maternidad,
paternidad, filiación, aun siendo realidades evidentes que afectan a todos y a
cada uno de los hombres son realidades que poseen —culturalmente, socialmente,
institucionalmente— distintos significados que muchas veces pueden llegar a ser
contradictorios entre sí. He aquí la raíz de la confusión. Y la causa del
desacuerdo dialéctico que existe al tratar de esta realidad. Si no hay acuerdo
sobre el objeto del que se discute —en este caso, ¿qué es la sexualidad humana?—
es imposible lograr soluciones convincentes. Y evitar las contradicciones.
Se
trata, por tanto, de encontrar algún criterio que pueda guiarnos para comprender
la realidad de la sexualidad humana. Realidad compleja, pero unánimemente
valorada. Y en este intento nos encontramos frente a un primer obstáculo, o más
bien, ante una decisión que tomar. Hay que optar, en primer lugar —se trata de
una exigencia lógica— o por afirmar que en sí misma la sexualidad carece de
sentido, no posee un significado propio, o que, por el contrario, posee algún
significado más preciso. En cuanto a esto, adoptando aquí una óptica esencialmente jurídica, no parece
dudosa la necesidad de admitir la segunda posibilidad. Si el Derecho decide
legislar sobre el tema debe —sí o sí— optar por reconocer a la sexualidad
humana algún significado, pues si la misma fuera considerada una realidad
ambigua carecería de sentido reconocer o dejar de reconocer un derecho, o
deber, fundamentado en…no se sabe qué. Aquí sólo cabría la opción de negarle a
la sexualidad humana cualquier tipo de trascendencia jurídica. Y como puede
verse, no es el caso de ninguna legislación actualmente vigente ni de ninguna
pretensión jurídica que en relación a ella se hace.
Y
si la sexualidad necesita un significado para con posterioridad reconocer los
derechos pertinentemente fundamentados en la misma, no tenemos más que otras
dos opciones: reconocer un significado innato a la misma o inventar uno. La
segunda opción es nuevamente conflictiva: ¿quién decide qué es la sexualidad
humana? ¿Hacemos un plebiscito? Y, si luego cambia la opinión pública, ¿cambia
el contenido, el significado de la misma?
La
única posibilidad real, coherente y justa para todos, es intentar redescubrir
el significado más íntimo que la sexualidad humana tiene. Y aunque la realidad
y su verdad siempre nos interpela, frente a la misma queda salvaguardada la
libertad de la persona concreta que decide, por su propia vida, y en este caso,
por su vida sexual. En definitiva, quien tiene la última palabra con respecto a
su propia identidad y conducta sexual es la propia persona. De cualquier forma,
esto no significa que la sexualidad en sí misma carezca de un sentido único y
trascendental para la persona humana. Significa más bien que, frente a esta realidad
con un significado propio, el hombre siempre puede elegir vivirla en plenitud,
respetando su rica finalidad o, por el contrario, puede elegir reducir la
finalidad que la sexualidad humana tiene —lo que implica darle un significado
diverso— y vivir la misma en tan sólo una de sus dimensiones —p.ej. como acción
que produce placer—. Ni el Derecho, ni la sociedad, ni Dios mismo —para quienes
creemos en El— puede privar al hombre, en nombre de ninguna ley, del ejercicio
libre de su sexualidad y de la correspondiente responsabilidad moral de sus
actos. Se trata de una dimensión íntima de la persona humana, que en rigor de
verdad, empapa todo su ser personal. Ante la misma el Derecho no tiene nada que
decir. Ni tampoco tiene nada que saber. Porque el ser varón o mujer, que tenga
una vida privada sexual de tal o cual tipo no debería trascender socialmente. Y
por la misma razón, no debería tener consecuencias jurídicas en la vida pública
tales como implicar una barrera para ejercer la mayoría de los derechos: trabajar,
estudiar, gobernar… [Un primer error de nuestra cultura está aquí. La vida
sexual en sí misma es privada, y]. Sólo tendría que tener trascendencia
jurídica en tanto y en cuanto de la misma vida sexual se deriven consecuencias
para terceros. Consecuencias que siendo perniciosas pueden ser sancionadas; y
consecuencias que siendo beneficiosas para terceros y para la sociedad pueden
ser permitidas e incluso alentadas.
Al
primer grupo de conductas sociales pertenecen, por un lado, los delitos antes mencionados y toda aquella
conducta sexual que denigre a las personas que en ella participen, siempre que
una de las cuales requiera una tutela especial: por su condición de menor de
edad, incapacitados, etc.; o por las circunstancias que rodean el acto, como la
falta de libertad en delitos de violación, acoso sexual, etc. Por otro lado, el
Derecho debe velar porque se reconozca a todas las personas la dignidad que
poseen en cuanto tales, y ello sin discriminación de ningún tipo en el goce de
sus derechos y deberes. Aquí se trata de una intervención de carácter positivo
del orden jurídico con el objetivo de hacer respetar y valer los derechos de
todas las personas con independencia de su sexualidad en el sentido más amplio
de la palabra. En definitiva, se trata de delimitar la trascendencia jurídica-
cultural de la sexualidad de la persona. En rigor de verdad, a la hora de
otorgar un puesto de trabajo lo único que debería considerarse es la capacitación
personal para llevarlo a cabo con éxito y no el que se trate de un varón o de
una mujer —con tal o cual orientación sexual—.
Pero
a la vez, existe un ámbito reducido, pero de gran trascendencia social, donde
el ser varón o mujer tiene una íntima relevancia jurídica: el de las relaciones
familiares. La vida familiar, y sus relaciones de justicia que le son
intrínsecas, es consecuencia directa de una vida sexual determinada.
La
misma biología nos muestra que la persona humana es un ser familiar. Todos
hemos comenzado a existir como fruto de la unión de un óvulo —científicamente correcto
hay que llamarlo ovocito— y un espermatozoide. O, lo que es lo mismo, por la
unión de un patrimonio genético masculino y otro femenino, provenientes de
quienes, al menos biológicamente, son nuestros padres. Además, la persona tiene
otras exigencias, ya que la misma es mucho más que biología. El nacimiento de
una nueva persona, requiere por la dignidad que caracteriza a todo ser humano,
un ámbito seguro, duradero, estable que se haga cargo de todos los cuidados,
desvelos, necesidades que tiene todo ser humano hasta que adquiere la madurez y
sea, a su vez, capaz de valerse por sí mismo. Y a la vez, capaz de ser un padre
o madre, de prodigar los mismos cuidados que ha recibido a quien podrá ser su
hijo. Estas condiciones se dan naturalmente en el ámbito familiar. Los
fundadores de la familia son los futuros padres, un varón y una mujer, únicos
capaces de crear auténticas relaciones familiares. El valor de la familia para
la sociedad está radicado en esta realidad que acabamos de describir someramente.
Ella es naturalmente el lugar donde los seres humanos vienen al mundo. Donde
los futuros ciudadanos de un país son educados. Y la razón se encuentra en el
especialísimo vínculo —comunión— que se establece entre dos personas de
distinto sexo. Dicha comunión, basada en un amor conyugal, está llamada a ser
fecunda. Esta fecundidad crea relaciones humanas familiares que como tales
implican derechos y obligaciones. Es en definitiva en este ámbito,
tradicionalmente conocido como el Derecho de Familia, donde la dimensión sexual
de la persona tiene una innegable trascendencia jurídica. Sólo un varón y una
mujer son capaces de crear auténticos vínculos familiares. Y es la protección
de cada nueva persona que comienza a existir una razón más que suficiente para
que el Derecho intervenga protegiendo la institución familiar.
Cualquier
otro tipo de relaciones sexuales, por muy estables que digan o pretendan ser,
carecen de interés y valor social. No se trata aquí de definiciones sino de
realidades. Cualquier otra relación sexual y afectiva que carezca de la nota
esencial de la heterosexualidad es naturalmente incapaz de fundar lazos
familiares propiamente tales. Y por lo tanto son naturalmente antijurídicas. No
trascienden del ámbito privado de una relación afectiva que en sí misma puede
poseer un valor único e inestimable, pero jamás un valor jurídico ni social. La
afectividad —o el mismo amor— escapa naturalmente del ámbito de la ley. Sin
embargo la familia, y todos sus miembros, sí la necesitan, y la sociedad,
evidentemente necesita de la familia.
La
libertad humana es lo que hace que cada hombre sea considerado una persona de
una dignidad única. Este siglo que acaba si algo nos ha dejado de positivo es
este sentido profundo de nuestra propia libertad y, por lo tanto, de la
responsabilidad que la misma implica. Cada uno, acompañado de los otros —de
quienes tenemos una necesidad humana inextinguible—, es el verdadero forjador
de su vida. Y, evidentemente, de su vida sexual. Aquel varón que quiera comprometer su vida entera con aquella
mujer y formar una familia, poseen la libertad de hacerlo y el derecho de
recibir ayuda de la sociedad a quien tanto le dan a través de cada hijo que
traen a la vida. Quienes deciden libremente comprometerse afectivamente en relaciones
incapaces de crear vínculos familiares, deben asumir esa decisión en toda su
radicalidad. Y por lo tanto asumir que dichas relaciones tienen un interés
únicamente personal, que debe ser respetado, pero que carece de todo interés
social. No hay fundamento real —objetivo— alguno para que el Derecho se
preocupe de estas realidades en cuanto tales.
En
definitiva, si por un lado es lógico —y loable— que el Derecho se ocupe del
respeto de toda persona evitando todo tipo de discriminación, por el otro, no
puede dejar de desconocer que sólo una relación estable heterosexual, capaz de
fundar una familia, tiene interés para la sociedad y por lo tanto debe ser
protegida jurídicamente. Es este el único ámbito jurídico donde tiene sentido
afirmar que las personas «o son varones o son mujeres».
Como
deberia actuar el derecho frente a las diferentes realidades que hoy se
plantean:
-
reconocer la trascendencia jurídica del varón y la
mujer en sentido integral y personal, relacionado principalmente con la
institución familiar. Este es la sexualidad que permiten una relación
heterosexual base de la institución familiar.
-
Las relaciones homosexuales, como cualquier otra
relación sexual, debe ser tolerada siempre que se desarrollen en un ámbito de
intimidad y no se vulneren derechos de terceros (menores de edad, hijos, etc.)
-
Las operaciones de cambio de sexo no deben ser
receptadas jurídicamente, y mucho menos reconocer efectos jurídicos a ese
cambio ficticio, pues las mismas no son terapéuticas y no buscan un bien para
la persona.
-
En definitiva, solo una concepción del derecho que
respete la persona en su integralidad (cuerpo y espíritu) y la dimensión
familiar de la misma (su ser social y relacional) puede otorgar a estos
problemas un tratamiento integral y de acuerdo a la dignidad de la persona
humana.
Marina
Camps Merlo
Abogada
(Universidad de Buenos Aires, Argentina). Doctora en Derecho (Universidad de
Navarra, España). Tesis doctoral: “La trascendencia jurídica de la identidad
sexual: estudio interdisciplinar del transexualismo”, galardonada con el
“Premio extraordinario de Doctorado” (2000-20001). Doctora Europea (Consejo de
Rectores Europeos). Master en Bioética (Instituto Juan Pablo II para Estudios
sobre el Matrimonio y la Familia, Universidad del Sacro Cuore-Universidad
Lateranense, Roma).